Algunos dicen que en un principio los trajeron para eliminar las ratas. Otros sostienen que entraron por su cuenta.
En lo que todos están de acuerdo —incluyendo a quienes han vivido o trabajado más tiempo en la cárcel más grande de Chile— es que los gatos llegaron primero.
Por décadas, han caminado a lo largo de los altos muros de la prisión, han tomado sol en el techo metálico y se han escabullido entre las celdas abarrotadas con 10 hombres cada una. Para los funcionarios de prisiones, eran una especie de peculiaridad, y la mayoría la ignoraba. Los gatos siguieron multiplicándose hasta llegar a centenares.
Entonces los funcionarios de la prisión se dieron cuenta de algo más: los residentes felinos no solo eran buenos para el problema de las ratas. También eran buenos para los reclusos.
“Son nuestros compañeros”, dijo Carlos Núñez, un preso que se está quedando calvo mostrando entre rejas a una gata atigrada a la que llamó Feíta. Dijo que, durante su condena de 14 años por robo en casas, cuidó de varios felinos y descubrió su esencia especial, en comparación con, por ejemplo, un compañero de celda o incluso un perro.
“Un gato a uno lo hace preocuparse, darle comidita, cuidarlo, darle un trato especial, po”, dijo. “En la calle, en la libertad, nunca lo hacíamos, entonces aquí lo descubrimos”.
Conocida simplemente como “la Peni”, la principal penitenciaría de Santiago, la capital de Chile, con 180 años de antigüedad, ha sido durante mucho tiempo un lugar donde los hombres viven en jaulas y los gatos deambulan libres. Lo que ahora se entiende más claramente es el impacto positivo de los cerca de 300 gatos de la prisión en los 5600 residentes humanos.
La presencia de los felinos “ha cambiado el ánimo de los internos, ha regulado la conducta de ellos y también ha fortalecido el tema de la responsabilidad al interior en sus tareas, especialmente en el cuidado de los animales”, afirmó la alcaide de la prisión, la coronel Helen Leal González, que tiene dos gatos en casa, Reina y Dante, y una colección de figuras de gatos en su escritorio.
“Las cárceles son lugares hostiles”, agregó en su despacho, luciendo un moño apretado, porra y botas de combate. “Y por supuesto que cuando uno ve que hay un animal que genera esto de afecto, de cariño y que provoca estos sentimientos positivos, lógicamente lo que da como resultado es un cambio de conducta, un cambio de pensamiento”.
Los presos adoptan informalmente a los gatos, trabajan juntos para cuidarlos, comparten su comida y sus camas, y, en algunos casos, les han construido casitas para gatos. A cambio, los felinos proporcionan algo invaluable en una cárcel famosa por su hacinamiento y sus precarias condiciones: amor, afecto y aceptación.
“A veces uno anda desanimado y ella como que siente que uno anda medio mal”, dijo Reinaldo Rodríguez, de 48 años, que está previsto permanezca en prisión hasta 2031 por tenencia de armas de fuego. “Ella llega y te pega así como, ¡pa! te toca la cara con su cara”.
Se refería a Chillona, una tranquila gata negra que se ha convertido en la niña mimada de una celda de nueve personas atestada de literas. Rodríguez dijo que él y sus compañeros de celda utilizaron un tazón de agua para sacar a Chillona de su escondite después de que su anterior cuidador fuera trasladado a otra sección de la prisión.
“De a poquito se fue acercándose”, dijo. “Ahora ella es la dueña de la pieza, po. Ahora ella es la jefa”. Varios compañeros de celda afirmaron que su cama era la favorita de ella.
El emparejamiento de criminales convictos y animales no es nada nuevo. Durante la Segunda Guerra Mundial, los prisioneros de guerra alemanes de Nuevo Hampshire adoptaron animales salvajes como mascotas, incluido, según un relato, un osezno.
Se ha demostrado repetidamente que la conexión entre reclusos y perros produce “una disminución de la reincidencia, una mejora de la empatía, una mejora de las habilidades sociales y una relación más segura y positiva entre los reclusos y los funcionarios”, dijo Beatriz Villafaina-Domínguez, investigadora en España que revisó 20 estudios distintos de este tipo de programas.
Los perros han sido el animal más utilizado por las prisiones, seguidos por los caballos, y en la mayoría de los programas, los animales son llevados a los reclusos, o viceversa. En Chile, sin embargo, los reclusos desarrollaron una conexión orgánica con los gatos callejeros que viven junto a ellos.
Sin embargo, hubo un tiempo en que la relación no era tan positiva. Hace una década, la población felina crecía sin control y muchos gatos enfermaban, incluso desarrollaban una infección contagiosa que deja ciegos a algunos gatos. La situación “generaba incluso estrés en los mismos internos”, dijo Carla Contreras Sandoval, una trabajadora social de la prisión que luce dos tatuajes de gatos.
Así que en 2016, los funcionarios de prisiones finalmente permitieron que voluntarios vinieran a cuidar de los gatos. Una organización chilena llamada Fundación Felinnos ha trabajado desde entonces con Humane Society International para reunir de forma sistemática a todos los gatos con el fin de tratarlos, esterilizarlos y castrarlos. Ya han llegado a casi todos.
El éxito del programa se debe en parte a los reclusos, dijo Sandoval. Los presos recogen a los gatos que necesitan cuidados y se los llevan a los voluntarios.
Un día reciente, cuatro mujeres cargaron jaulas para gatos hasta el recinto de la prisión, a la caza de varios felinos, entre ellos Lucky; Aquila; Dropón y sus seis nuevos gatitos, y Feíta, la gata de Núñez.
El patio era un caos, abarrotado por un partido de fútbol entre reclusos, pero los presos abrieron paso amablemente a las mujeres.
Rápidamente, hombres cargando gatos en sus brazos tatuados bajaron las escaleras del patio y entregaron los animales a las voluntarias a través de los barrotes de la prisión. En una de las paradas, Denys Carmona Rojas, de 57 años, quien cumple una condena de ocho años por delitos de tenencia de armas, acarició una camada de gatitos en una caja. Dijo que había ayudado a criar muchos gatitos en su celda, y relató un caso en el que alimentó con leche especial a una camada después de que la madre muriera durante el parto.
“Uno se dedica al gato. Hay que atenderlo, andar pendiente, le hace cariño”, dijo, sonriendo para mostrar los dientes delanteros que le faltan. “Ese sentimiento que le sale a uno po, no es de maldad, po”.
Al igual que los reclusos, las condiciones de vida de los gatos varían según la sección de la prisión. Durante un receso en una de las zonas más hacinadas, donde 250 presos comparten 26 celdas, los reclusos abarrotaban un estrecho corredor, con ropa secándose sobre sus cabezas y gatos correteando entre sus pies.
Eduardo Campos Torreblanca, que cumple condena de tres años por robo a mano armada, dijo que en cada celda había al menos un gato, pero que su gatito había muerto recientemente. “Él era chiquitito, era wawita”, dijo. “Y alguien lo pisó”.
Cuando los voluntarios llegaron por primera vez en 2016, contaron casi 400 gatos, una cifra que no contemplaba a los gatitos recién nacidos y a una gran colonia felina que en su mayor parte se quedaba en el tejado. Ahora ese número se ha ido reduciendo.
¿Por qué? Por ejemplo, Núñez, el convicto por robo a viviendas al que le quedan dos años de condena.
Cuando salga en libertad, ¿qué pasará con su gata, Feíta? Eso es fácil, dijo. “Ella se va conmigo”.